Con motivo de un acontecimiento extraordinario -una fiesta popular, una victoria electoral, una celebración deportiva o unos esponsales-, los balcones de las sedes institucionales de ciudades y pueblos son utilizados de manera excepcional. Engalanados para la ocasión con lujosos paños bordados, estandartes y flores frescas, se convierten por unas horas en pequeños escenarios donde los protagonistas del evento salen para saludar, pronunciar un discurso o, incluso, saltar, bailar o cantar. Estas plataformas estrechas y alargadas, habitualmente vacías, acogen puntualmente una sobrecarga de personajes públicos que son aclamados por centenares de ciudadanos que se aglomeran a sus pies. El espacio público se convierte así en una gran platea descubierta y los balcones, en escenarios elevados de una representación ofrecida en vivo y en directo. Más allá de los balcones, tras la fachada que, a modo de bambalina los sustenta, se encuentra un edificio cuyos salones y estancias sirven de apoyo logístico a los actos que transcurren ante el espacio público. Muchas veces podemos entrever desde la calle cómo detrás, o incluso en el propio balcón, deportistas, políticos, aristócratas o gente de la farándula disfrutan de un aperitivo frugal o de una comida que, en paralelo, se va sirviendo en el interior.
Pregón de José Antonio Labordeta en el de Zaragoza, 2009
Con motivo del mismo acontecimiento extraordinario u otro parecido, los balcones adquieren unas prestaciones diametralmente opuestas a las de un escenario, en el momento en que la celebración desciende a la calle. Las pequeñas plataformas que sobresalen de las fachadas se convierten entonces en atalayas privilegiadas desde las que contemplar el espectáculo que se desarrolla a sus pies. La cabalgata de los Reyes Magos, el paso del autocar descubierto del equipo deportivo vencedor, las procesiones de Semana Santa o la carrera delante de los toros durante los Sanfermines son eventos que permiten comprobar cómo miles de ciudadanos salen a los balcones durante un tiempo más o menos prolongado. El espacio público, como en el mejor Barroco, se convierte en un gran escenario, y las fachadas de los edificios, en un anfiteatro desplegado, atestado de palcos en altura, donde un sinfín de espectadores anónimos se acumulan para contemplar el transcurso de la representación. También en estos casos, las estancias contiguas a los balcones realizan las funciones de apoyo logístico a todos aquellos que, esta vez como espectadores, se encuentran en el exterior. Un ejemplo significativo de esta situación ocurría hace escasamente un año, con motivo de la visita del papa Benedicto XVI a Barcelona. En los inmuebles situados en el recorrido del séquito papal y en aquellos más próximos al templo de la Sagrada Familia proliferaron las ofertas de alquiler de balcones. Las prestaciones y precios de estas ofertas fueron diversos y de lo más variopinto: desde la posibilidad de ocupar el balcón justo durante el tiempo en que el máximo mandatario vaticano efectuaba su paso por las inmediaciones del lugar, amenizado con un aperitivo o con un almuerzo, hasta el ‘paquete completo’ de alquiler de balcón más habitación interior, con derecho a baño incluido.
En ambas situaciones, el hecho de salir al balcón como actor o como espectador se encuentra vinculado a la celebración, a la fiesta, al evento extraordinario. En el siglo del simulacro y de la realidad virtual, la comprobación viva y directa, sea desde la platea o desde el anfiteatro, del espectáculo urbano, constituye un valor en alza.
Pero como afirma José Antonio Maravall, en una frase plenamente vigente, respecto a la cultura del Barroco, “la fiesta es un divertimento que aturde a los que mandan y a los que obedecen y que a éstos hace creer y a los otros les crea la ilusión de que aún queda riqueza y poder”. [1]
¿Por qué no, pues, utilizar estos miles de privilegiados apéndices de las fachadas de nuestros inmuebles más allá de la mera celebración? ¿Por qué no equipar nuestros balcones con los instrumentos necesarios para que puedan ser usados cotidianamente de ‘manera extraordinaria’, como si cada día fuera una fiesta? Para ello sólo sería necesario activar la imaginación y adaptar la extensa gama de productos para exteriores que el mercado nos ofrece para instalarlos de manera digna a los estrechos y alargados balcones, sean de edificios institucionales o de inmuebles de viviendas. Personajes públicos y ciudadanos anónimos no tendrían la restricción de salir al balcón sólo durante el transcurso de un acontecimiento extraordinario. Al siempre beneficioso contacto con el aire y con el sol cabría sumar la higiénica y siempre necesaria contemplación de la realidad en ‘vivo y en directo’, y no sólo a través de los simulacros a los que nos tienen acostumbrados los habituales mass-media. La posibilidad de salir a un buen balcón equipado desde el que contemplar cada día lo que acontece en las calles de nuestras ciudades sería, a buen seguro, beneficioso para todos. Para los de arriba y para los de abajo, sea cual sea su condición.
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[1] MARAVALL, José Antonio, La cultura del Barroco. Ed. Ariel. Barcelona, 1975, pp. 492
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