Las vacaciones suponen una transformación vital. De levantarse temprano, pasa uno a levantarse a las quinientas. De salir medio desayunado de casa para llegar casi tarde al trabajo, pasa uno a zamparse un desayuno inglés (huevo frito incluido) y a instalarse en la playa cuando los franceses dejan sitio porque se van a “déjeuner”. Y por la noche, pasamos de regañar a los hijos que no quieren irse a dormir, a permitir, con comprensión infinita, los gritos de éstos jugando al bote en la calle pasada la una de la madrugada.
Esta transformación implica muchos aspectos y, sin duda, se traslada en el seno de la casa que se convierte en algo distinto. Para empezar, el hecho de dormir se desmitifica y se colectiviza. De modo que plegatines, literas y otros inventos colchoneros nos permiten amontonar más gente en una sola habitación, liberando, así, el resto de la casa para poder desarrollar otras actividades. Igualmente, durante las vacaciones no nos da pereza montar y desmontar el dormitorio, meter el “nido” bajo la cama o enrollar el saco de dormir. Es lo que tiene el hecho de disponer de más tiempo, pero también de no dudar y ser pragmáticos ante la escasez de espacio.
También en vacaciones desmitificamos el hecho de cocinar, que pasa a ser algo colectivo. Si hiciéramos un estudio seguramente demostraríamos que la mayor parte de los apartamentos de vacaciones tienen cocinas abiertas al comedor, o, directamente, cocinas-comedores. Y que, casi nadie, tiene dos mesas de comer, una para los domingos y otra diaria al interior de la cocina. Sino que, al contrario, si alguien tiene dos mesas una está en la terraza y otra junto la cocina…
¿Y la calle? También son distintas las calles durante las vacaciones. La noción de privacidad cambia y a menudo encontramos el espacio público empapado de la vida de los habitantes que, mediante el uso de las plantas bajas y los balcones trasladan al exterior el escenario de sus acciones quedando así desdibujado el límite entre lo que es público y lo que es privado.
Estas apreciaciones nos sirven para manifestar que un mayor desenfreno a la hora de vivir permitiría aprovechar mejor nuestras viviendas cotidianas (organizadas a menudo siguiendo leyes nacidas de los prejuicios y del temor al “qué dirán”) e insuflar actividad al espacio público. Como apuntábamos antes, desde la calle hasta la ducha, toda la arquitectura domestica queda transformada durante el parón de agosto. Según nuestro criterio, si esta excepcional transformación veraniega se diseminara durante todo el año, debido a una forma de entender la vida más pragmática y descarada, actos como son comer en las plazas, jugar en la calle, tomar el sol en las terrazas y balcones se convertirían en escenas cotidianas que cambiarían el aspecto encorsetado, estático y tímido de nuestras diseñadas ciudades.
Ante esta “inspiración vacacional”, se nos ocurren distintas medidas que se podrían aplicar al parque de viviendas existente sin demasiados problemas: por un lado, la ocupación de las plantas bajas de los edificios con viviendas permitiría abrir la actividad doméstica al espacio público que, automáticamente, quedaría lleno de vida. Al mismo tiempo, la sustitución de los raquíticos balcones de las fachadas por terrazas típicas de poblado de veraniego supondría un mayor uso de éstas. Y, en tercer lugar, en el interior de la casa, acercarse un poco más a una organización del espacio propia de los apartamentos de vacaciones –cocinas abiertas, dormitorios de quita y pon, baños divisibles- facilitaría el uso y lo haría más agradable.