Robinson Crusoe, el protagonista de la novela de Daniel Defoe, está inspirado en un personaje que realmente existió. Este noble náufrago, al encontrase solo en la actualmente malograda isla Robinson Crusoe, en el archipiélago Juan Fernández, a 700 kilómetros de las costas chilenas, no tiene más remedio que recurrir a todo aquello que está a su alcance para convertir el medio en el que se encuentra en un entorno habitable. Utiliza los restos del barco naufragado que van apareciendo poco a poco a lo largo de la playa, arrojados por el mar; pero también se abastece de todo aquello que la naturaleza le brinda y, manipulándolo, va produciendo manualmente desde objetos y herramientas hasta su propia casa-refugio, o una chalupa con la que intentar volver a la ‘civilización’.
Tomás Maldonado afirma que esta particular circunstancia de fuerza mayor convierte a Robinson Crusoe, un noble escocés de su tiempo, en un hombre que piensa de una determinada manera, por encima de todo convencionalismo propio de su época: su obsesión es siempre la utilidad de todo aquello que produce, más allá de cualquier juicio ético o estético.
Robinson Crusoe lo hubiera tenido más fácil para permanecer en mejores condiciones en la isla, pero también para poder salir con éxito de ella, si hubiera podido disponer de una serie de herramientas, utensilios y productos que le permitieran, con su ingenio utilitarista, aprovechar mucho mejor las sobras del naufragio y abastecerse de todo aquello que el medio le ofrecía. Clavos, tornillos, arandelas, cuerdas, sierras, martillos o cables, como los que venden en las ferreterías; pinturas, barnices, lijas, fibras o disolventes, como los comercializados en las droguerías; agujas, hilos, cintas, telas, corchetes, botones o imperdibles, como los que encontramos en las mercerías.
En nuestra actual coyuntura económica, no nos queda más remedio que agudizar nuestro ingenio y, cual modernos robinsones, dotarnos de buenas herramientas y productos para sacar partido de lo que tenemos en nuestras casas y edificios, pero también para reparar lo que, indefectiblemente, se nos va estropeando. Hemos de ser capaces de desprendernos de convencionalismos sociales y, como náufragos contemporáneos, volver a pensar y a proyectar nuestro entorno en términos de estricta re-utilización: todo cuánto nos rodea -nuestros vestidos, libros, objetos personales, electrodomésticos y muebles-, pero también las estancias y espacios comunes de nuestras casas y todo aquello que tiene que ver con su habitabilidad y calidad espacial y funcional. Como apunta Maldonado, esta particular coyuntura de fuerza mayor nos dispone hacia un cambio de actitud proyectual, alejada de formalismos gratuitos e imágenes pre-establecidas, y claramente orientada hacia una nueva estrategia de lo útil.
Pero aún así, la sociedad no nos pone las cosas fáciles. ¿Qué diría Robinson si supiera que todos aquellos maravillosos establecimientos que nos ofrecen un sinfín de productos para que, con nuestros propios medios, podamos aprovechar lo que tenemos, reparándolo o mejorando sus prestaciones, se encuentran en vías de extinción?